A cada ilustración, Updike se hace preguntas trascendentales: ¿por qué Papá Noel huele a ron? ¿Por qué cobra el paro 11 meses al año? Un tipo sin dirección conocida, de hábitos extraños, se descuelga por chimeneas de honrados contribuyentes dormidos en total impunidad… ¿Qué está pasando entonces con el FBI? ¿Por qué siempre nos queda la sensación de que nos merecemos más regalos de los que tenemos? ¿Por qué nadie mitiga la molicie de la puerta trasera del consumismo: las devoluciones del día siguiente? Updike pone hasta 12 veces el dedo en la llaga: «Hay algo horroroso en un árbol —su aspecto de parálisis múltiple, su aplomo greñudo y sin conciencia— cuando te lo encuentras en campo abierto: no digamos ya en el salón». Sí, Johnny, muy bien dicho, dale fuerte hasta la última base. ¿Y qué decir de los villancicos? Ese napalm de la nostalgia que atronando en grandes supermercados nos recuerda lo pesados que se han hecho nuestros corazones desde la infancia. Elfos, renos, la oscuridad del invierno, aquí sólo hay 12 pero podían ser cientos. Pero, qué demonios, feliz Navidad, nadie ha inventado nada tan hermosamente deprimente como ella.