Como un estudioso del género humano, Terrin somete a los dos vigilantes a un aislamiento estricto. La sucesión de las rutinas contrasta con la desinformación sobre lo que sucede fuera. Pronto uno se erige en el líder. El otro no tiene a nadie más con quien compartir las dudas. La oscuridad del párquing propicia un compañerismo que pronto se puede convertir en obediencia, y es fácil que la paranoia se contagie si faltan los alimentos, el aire, la luz. Cuando llega el tercer vigilante no tarda en ser percibido como un extraño, como un enemigo. El crimen no es más que un eslabón más en la concatenación aparentemente lógica que favorece la complicidad. Mientras tanto, crecen las alucinaciones, la confusión con los sueños, el delirio. Ya no hay marcha atrás.