“Saer escribía como lector y leía como escritor –plantea Chejfec–. Esa discordancia convierte su obra en única. Se supone que un escritor debe creer absolutamente en lo que escribe; Saer en cambio tenía una conciencia crítica extraña, un poco desengañada: sabía que toda literatura, hasta la más sublime o particular, se transmuta tarde o temprano en convención. Esa creencia operó como una limitación, en el sentido de que generó una actitud bastante escéptica frente a sus resultados pero absolutamente comprometida con sus premisas. Es cruel retacearle a un escritor importante su pizca de primicia, pero no sé si el eje de lo nuevo es el más útil para describir a Saer, salvo que digamos que en todo lo nuevo debe haber una ambivalencia, aunque creo que no es la idea. Más bien, creo que su obra combinatoria moderniza parte de la literatura argentina, lo cual produce otro arraigo. Lo nuevo a secas estuvo representado antes por Cortázar y después por Puig.” Dupont señala que en casi todas las novelas y relatos, Saer toma las formas de la gran tradición modernista de principios de siglo –James Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, Marcel Proust, Robert Musil– y del nouveau roman, sobre todo Alain Robbe-Grillet, y las cruza con el paisaje. “A su modo, ya lo había hecho su maestro Juanele Ortiz con Mallarmé y los simbolistas, franceses y belgas, y el paisaje ribereño. Y además está eso de llevar a la prosa los procedimientos, los ritmos y los tiempos que generalmente se le atribuyen a la poesía. Ese es el ‘experimento’ de Saer, que a su vez él reinventa a lo largo de su obra, porque en todos sus libros, si bien hay una continuidad muy evidente, también hay una suerte de apuesta narrativa nueva que busca abrir nuevos canales.”